Me llena de gozo poder compartir con vosotros, estimados lectores un nuevo mensaje del Marqués de Aymar y Monferrat. Esta es la primera parte, atentos pues está muy relacionado con los sucesos que os estoy narrando.
Estimado Patrick Le escribo una vez más, después de tanto tiempo, para presentarle las resultas de mi investigación, para que el tiempo no abata el recuerdo y que semejantes empresas no caigan en el olvido. He de confiarle nuevos misterios, que estoy seguro servirán para su aprovechamiento e instrucción, en su ya dilatada carrera como defensor de la Verdad y adalid de la justicia.
Antes de hablar sobre este excepcional material de estudio (cuyos detalles vienen detallados en la carta adjunta), quisiera contarle la singular travesía en la que embarqué hace tan solo doce días, y que consiguió templar mi pétreo temperamento. Pocas cosas lo han conseguido a lo largo de mi vida, y apenas dos o tres personas, dejando claro que el término persona se refiere a un miembro de la especie humana. Usted ya me entiende.
Todo comenzó con una pequeña nota dejada sobre mi escritorio, y en ella tan sólo diez palabras: "Se espera tu presencia en la Isla Blanca del Desierto". Enseguida llamé a mi secretario, y me confirmó lo que sospechaba, él no había visto esa nota antes. No me alarmó, pues sabía que, si de verdad la nota era de quien estaba pensando, tenía los medios para hacerlo. Aún así, me prometí exigir una compensación. Entrar en mi casa solapadamente y sin mi permiso. ¡Qué osadía!
De todos modos, dejé de lado ese tipo de pensamientos, y otra idea ocupó toda mi atención. Había sido convocado por el Gran Consejo de Agartha. ¿Por qué ahora, después de trescientos años de destierro? La palabra ¡Herem! aún restalla con fuerza en mi cabeza. No me arrepiento de no revelar el secreto de la piedra filosofal, y más aún al Gran Consejo. Pero si el Gran Consejo requiere tu presencia, simplemente, vas. Negar dos veces al Gran Consejo... Mejor no pensar en eso.
Como seguro ya habrás oído, Agartha tiene varias conexiones con este mundo superficial. Cuando era invitado a visitar la Isla Blanca, utilizaba un pequeño pasadizo a los pies de la Esfinge de Ghiza, pero esta vez decidí alterar un tanto mi itinerario. Me decidí a viajar al Nuevo Continente, mi meta, el Monte Shasta. Además de ser entrada al inframundo al que me dirigía, también es una pequeña colonia -de las pocas que aún persisten en su estado original- atlante. Tras presentar mis respetos al gobernador de la colonia, a quien ya conocía, pasé la noche en su casa en calidad de huésped honorífico. Al amanecer, me prestaron un pequeño vehículo, no más grande que un caldero, hecho de algún metal parecido al bronce, e impulsado por una fuerza magnética. El arranque fue suave, pero en seguida tomó velocidad, a tal punto de que no se podía distinguir nada de lo que pasara a mi alrededor. Sin embargo, el viaje fue tan liviano como corto, ya que se paró suavemente al cabo de lo que me pareció un par de minutos.
Ante mí, una pequeña escalinata de piedra, y una -de las muchas- puertas de Agartha. Nada más cruzarla, una cohorte de soldados romanos me rodeó, escoltándome hasta la entrada de la ciudad llamada Telos. La escolta se abrió de repente y pude ver a mi anfitrión, con una amplia sonrisa. Kut Umi El Moyra Fulcanelli de A. y V. me recibía con los brazos abiertos, y un ¡Cuánto tiempo! se le escapó de entre su sonrisa de sátiro…
Estimado Patrick Le escribo una vez más, después de tanto tiempo, para presentarle las resultas de mi investigación, para que el tiempo no abata el recuerdo y que semejantes empresas no caigan en el olvido. He de confiarle nuevos misterios, que estoy seguro servirán para su aprovechamiento e instrucción, en su ya dilatada carrera como defensor de la Verdad y adalid de la justicia.
Antes de hablar sobre este excepcional material de estudio (cuyos detalles vienen detallados en la carta adjunta), quisiera contarle la singular travesía en la que embarqué hace tan solo doce días, y que consiguió templar mi pétreo temperamento. Pocas cosas lo han conseguido a lo largo de mi vida, y apenas dos o tres personas, dejando claro que el término persona se refiere a un miembro de la especie humana. Usted ya me entiende.
Todo comenzó con una pequeña nota dejada sobre mi escritorio, y en ella tan sólo diez palabras: "Se espera tu presencia en la Isla Blanca del Desierto". Enseguida llamé a mi secretario, y me confirmó lo que sospechaba, él no había visto esa nota antes. No me alarmó, pues sabía que, si de verdad la nota era de quien estaba pensando, tenía los medios para hacerlo. Aún así, me prometí exigir una compensación. Entrar en mi casa solapadamente y sin mi permiso. ¡Qué osadía!
De todos modos, dejé de lado ese tipo de pensamientos, y otra idea ocupó toda mi atención. Había sido convocado por el Gran Consejo de Agartha. ¿Por qué ahora, después de trescientos años de destierro? La palabra ¡Herem! aún restalla con fuerza en mi cabeza. No me arrepiento de no revelar el secreto de la piedra filosofal, y más aún al Gran Consejo. Pero si el Gran Consejo requiere tu presencia, simplemente, vas. Negar dos veces al Gran Consejo... Mejor no pensar en eso.
Como seguro ya habrás oído, Agartha tiene varias conexiones con este mundo superficial. Cuando era invitado a visitar la Isla Blanca, utilizaba un pequeño pasadizo a los pies de la Esfinge de Ghiza, pero esta vez decidí alterar un tanto mi itinerario. Me decidí a viajar al Nuevo Continente, mi meta, el Monte Shasta. Además de ser entrada al inframundo al que me dirigía, también es una pequeña colonia -de las pocas que aún persisten en su estado original- atlante. Tras presentar mis respetos al gobernador de la colonia, a quien ya conocía, pasé la noche en su casa en calidad de huésped honorífico. Al amanecer, me prestaron un pequeño vehículo, no más grande que un caldero, hecho de algún metal parecido al bronce, e impulsado por una fuerza magnética. El arranque fue suave, pero en seguida tomó velocidad, a tal punto de que no se podía distinguir nada de lo que pasara a mi alrededor. Sin embargo, el viaje fue tan liviano como corto, ya que se paró suavemente al cabo de lo que me pareció un par de minutos.
Ante mí, una pequeña escalinata de piedra, y una -de las muchas- puertas de Agartha. Nada más cruzarla, una cohorte de soldados romanos me rodeó, escoltándome hasta la entrada de la ciudad llamada Telos. La escolta se abrió de repente y pude ver a mi anfitrión, con una amplia sonrisa. Kut Umi El Moyra Fulcanelli de A. y V. me recibía con los brazos abiertos, y un ¡Cuánto tiempo! se le escapó de entre su sonrisa de sátiro…
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