En una calculada fuga de mi celda he podido confirmar mis sospechas. Siguiendo a unos académicos vestidos con túnicas rojas y negras he llegado a una gran sala subterránea circular. En ella fui testigo de una ceremonia blasfema. Los indígenas entregaron a una demencial criatura que ocupaba el centro a media docena de inocentes, capturados por los piratas en sus incursiones a pueblos pesqueros. Su Amo y Señor es un gigante de tres metros de carne y metal, sin ojos y una boca enorme con dos filas de dientes y colmillos como los de un dientes de sable. Se comunica mentalmente con sus súbditos y devora a sus víctimas con ferocidad. Emana un aura de poder obsceno, al ver las caras de satisfacción de los indígenas un pensamiento descabellado cruzó mi mente. ¿Son los descendientes de los que lo hallaron o son los mismos, a los que ha concedido una vida eterna a cambio de un suministro constante de comida? Sus ojos daban la impresión de haber contemplado esa ritual durante siglos. Asqueado regresé a mi celda antes de que notaran mi ausencia.
¡Por Isis!
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